Comentario
Señalar cifras seguras para la población de las distintas zonas de Europa es aventurado. Las estimaciones vienen dificultadas por la inexistencia, escasez o poca fiabilidad de las fuentes, en un período que puede considerarse como preestadístico. Los cálculos realizados permiten, no obstante, dibujar una Europa de contrastes. Mientras algunas zonas registraban niveles relativamente altos de población, otras presentaban bajas concentraciones. Los ritmos de crecimiento fueron también dispares. La Europa septentrional y noroccidental registró índices relativos ampliamente superiores a la media continental, en algunos casos superiores al 50 por 100 entre 1500 y 1600. El Este, muy especialmente Rusia, demostró también una gran vitalidad. Europa central y meridional, en cambio, creció a un ritmo más lento y en medio de mayores dificultades. A partir de los datos de Roger Mols puede ofrecerse la siguiente estimación de la población de las distintas zonas de Europa:
1500 1600 Crecimiento (%)
Península Ibérica 9,3 11,3 21
Italia 10,5 13,3 27
Francia 16,4 18,5 13
Países Bajos 1,9 2,9 53
Islas Británicas 4,4 6,8 54
Países Escandinavos 1,5 2,4 60
Alemania 12,0 15,0 25
Suiza 0,8 1,0 25
Países danubianos 5,5 7,0 27
Polonia 3,5 5,0 43
Rusia 9,0 15,5 72
Balcanes 7,0 8,0 14
TOTAL 81,8 104,7 28
Datos: Millones de habitantes.
Tras estas cifras globales se esconden grandes diferencias regionales y comarcales de densidad poblacional. La población se concentraba de preferencia en las zonas geográficas más propicias y de mayor dinamismo económico. El norte de Italia, por ejemplo, podía ofrecer densidades superiores a 100 habitantes por kilómetro cuadrado, aunque eran más frecuentes densidades entre 50 y 80. La media de Francia, en cambio, se situaba en torno a 40 y la de la Península Ibérica era aún inferior, no superando los 20 en las zonas más densamente pobladas, que coincidían con las del interior meseteño.
Los contrastes entre el mundo rural y el urbano eran también notables. En el siglo XVI persistía el carácter eminentemente rural de la población europea. Posiblemente el 80 por 100 o más de los habitantes del Continente vivían en el campo, mínimamente concentrados en aldeas y pequeñas poblaciones campesinas. Sin embargo, el papel de las ciudades como núcleos de organización territorial y centros de decisión política y económica no hizo sino acentuarse en una época caracterizada por un intenso fenómeno de urbanización. La población urbana de Europa tendió a crecer de forma dinámica, absorbiendo población rural. El desorden urbanístico, especialmente visible en los arrabales populares, acompañado de la falta de condiciones de habitabilidad de muchas viviendas, el hacinamiento y la precariedad de las condiciones higiénicas, hicieron frecuentemente, sin embargo, de las ciudades ámbitos insalubres. En ellas las tasas de mortalidad eran habitualmente mayores que en el campo y las epidemias se difundían con mayor rapidez y facilidad.
Todavía en el siglo XVI las grandes constelaciones urbanas de Europa eran aquellas que habían surgido en la Baja Edad Media como grandes centros manufactureros y comerciales. El norte de Italia y los Países Bajos presentaban los mayores índices de concentración urbana. Las ciudades con más de 100.000 habitantes eran escasas, pero su número aumentó. Tan sólo Nápoles, Constantinopla, París, Venecia y Milán superaban esa cifra a comienzos del siglo XVI. A finales del mismo habría que añadir a la relación Sevilla, cuyo espectacular crecimiento dependió de su elección como cabecera de la Carrera de Indias; Lisboa, también capital de un inmenso imperio ultramarino; Londres, Amsterdam, Amberes, Palermo y Roma. Como grandes ciudades (de acuerdo con la escala de magnitud urbana aplicable a la época) cabe considerar también a aquellas que superaban los cuarenta o cincuenta mil habitantes, entre las que hay que contar otras ciudades italianas como Florencia, Génova, Bolonia o Mesina; españolas, como Madrid, Valencia, Barcelona, Valladolid, Granada o Córdoba; francesas, como Rouen, Lyon, Burdeos o Toulouse; flamencas, como Bruselas, Gante, Brujas, Amberes y Leyden; o imperiales, como Viena, Praga, Colonia y Hamburgo.
En el siglo XVI la población distaba de ser estática. Continuos flujos migratorios de diverso radio e intensidad tenían lugar en Europa o entre este Continente y las áreas coloniales subordinadas. El trasvase campo-ciudad, en primer lugar, era característico. A menudo el crecimiento urbano dependió más de estas migraciones que de la propia dinámica interna de la población. En tiempos difíciles muchos campesinos arruinados buscaron el refugio de las ciudades, esperando hallar un medio de vida o el remedio de la caridad. Otros buscaban mejorar sus condiciones de existencia marchando a colonizar espacios agrícolas distantes. Las persecuciones religiosas y las expulsiones de minorías, en una época de intolerancia, también determinaron desplazamientos masivos. La guerra constituía otra causa de expatriación al desplazar a miles de soldados a escenarios alejados de su lugar de origen. La conquista de espacios extraeuropeos movilizó asimismo a una gran cantidad de individuos seducidos por la esperanza de hacer fortuna. La nutrida emigración a la América española constituyó la principal de estas corrientes.